El fanboy

Había llegado, como tantas otras veces, a ese punto en que el cuerpo le pedía cambiar algo, encontrar alguna novedad que le distrajese en un mundo que se le antojaba tedioso por momentos, insoportable en su aburrimiento. Normalmente era el momento de comenzar la búsqueda de fallos y errores nimios que ponerse a sí mismo como argumento en pos del cambio, del salto de distribución, de la puesta en marcha del mecanismo cerebral del «distro hopper» («distro lover» lo llamaba algún bloguero por ahí) que acaba, invariable e ineludiblemente, con el abandono de lo conocido para adentrarse en nuevos territorios, casi siempre ya explorados con anterioridad, por otra parte.

Pero, oh problema, en esta ocasión nada se podía objetar a su distribución favorita. Aunaba la comodidad de tenerlo casi todo listo desde la instalación con el impecable aspecto gráfico, las aplicaciones a las que ya había adoptado como propias, la comunidad donde se encontraba a gusto. Pensaba y repensaba hasta que descubrió la rendija por la que dar satisfacción a su necesidad imperiosa: en su disco duro cohabitaban su distribución de cabecera, la distribución que se encontraba probando en este momento y el sistema de pago de unos señores de Redmond, Washington. Era este último sistema el que le obligaba a emplear una estructura de archivos y particiones que no era en absoluto de su agrado, con tendencia a la fragmentación y al consiguiente enlentecimiento del acceso a sus ficheros. No era perceptible, pero estaba ahí, él lo notaba y si no lo notaba, pronto lo haría. Tenía que hacer algo al respecto y tenía que hacerlo ya.

Decidió prescindir del sistema privativo, no lo usaba para nada ya, ocupaba espacio y le obligaba a emplear particiones en formatos en los que no confiaba. No se le ocurrió mejor momento para reestructurar el disco duro, su distribución favorita estaba a punto de sacar una nueva edición, cosa poco importante teniendo en cuenta que se trataba de una «rolling release», o casi. De modo que no merecía la pena volver a instalarla todavía, esperaría al lanzamiento ya próximo en el tiempo y, entre tanto, había que buscar nuevos sabores y, tal vez, estos sabores le atraparan lo suficiente como para no regresar a su distro.

Primero se puso en «modo totalitario»: tanta fragmentación no puede ser buena, es mejor apostar por lo que usa la mayoría si queremos que avance este gran puzzle que es GNU/Linux. Por eso se bajó una iso de una distro popular, que aportaba algo distinto y muchísima gente usaba. Después de hacer copia de seguridad de todos sus datos borró de un plumazo el disco duro entero y creó su nuevo sistema de particiones, cuatro en total. Tres eran ext4, para su distro principal, una distro de prueba y los datos. La última, la de intercambio. Presto y dispuesto, instaló aquella popular distribución de largo soporte, qué curioso, como si a él le durasen las distros más de un mes instaladas. Pero, tras configurarla y adaptarla a sus necesidades, todo iba lento, arrastrado, penoso y cansino. Se colgaba incluso, en una ocasión mientras transfería datos al disco duro externo causándole un problema que pudo solucionar, por fortuna, pero que podría haber conllevado la pérdida de alguna información. No había por dónde cogerlo.

Pensó entonces aprovechar para pasarse a una distro venerable, de las de toda la vida, en la que muchas otras se basaban. Era un buen momento para hacerlo. Fue más larga, que no complicada, de configurar. Y tampoco quedó a su gusto, había cosas que no era capaz de dejar exactamente a su medida, escollos insalvables sin perder toda una tarde, algo que a día de hoy ya no era capaz de hacer, pues su paciencia para esos menesteres había menguado sobremanera. Empezó a darse cuenta, tras instalar esta segunda distribución, que la facilidad de configuración se estaba volviendo un requisito indispensable para él.

A pesar de todo, recordó una distro que fue durante mucho tiempo su favorita. Era pesada de configurar y daba problemas con los controladores privativos, pero una vez puesta en marcha no requería excesivo mantenimiento y podía usar los controladores libres para evitarse problemas. Sí, era el momento para su vuelta a los orígenes, esta vez la definitiva, haría oídos sordos a quienes le advirtieron en su último escarceo con la distribución en cuestión que se repasara la interminable lista de quebraderos de cabeza anteriores cada vez que pensara en volver a instalarla. Merecía la pena saltarse el requisito antes mencionado sobre la facilidad de configuración, sin duda. Allá fue, de cabeza a la piscina.

Y esta vez en la piscina había agua, la instaló, la configuró, se limitó a los controladores libres y, varias horas después, tenía un bonito sistema de escritorio, eficiente y actualizable al máximo. ¿Por qué entonces sentía que no era lo mismo que antes? A las primeras de cambio los desarrolladores decidieron actualizar algo importante, él no tuvo problemas porque su sistema estaba recién instalado, muchos otros no corrieron esa suerte. Comenzó de nuevo a tener la sensación de que no era tan fácil de mantener esta distro, que requería intervenciones y a veces un tiempo y una disposición a correr riesgos y aprender, que él ya no tenía. Además, aunque el sistema era ligero y respondía muy bien, le faltaba algo, un toque de distinción palpable en su distro favorita, ésa que estaba a punto de sacar nueva iso. KDE no era el mismo KDE. Aceptó, de mala gana, que se había vuelto a equivocar y se dispuso a regresar a casa.

La nueva iso, sin embargo, era un desastre. Problemas con la localización del lenguaje, problemas con los controladores propietarios, problemas con ciertas aplicaciones… Era insostenible, tenía que buscar otra cosa, tal vez tirar la toalla con GNU/Linux de una vez, rendirse y aceptar lo inevitable. Tal vez seguir la interminable búsqueda de la distribución perfecta, que de una vez por todas cerrase todas las heridas. O, a lo mejor, lo que debía hacer era afrontar finalmente que aquella distro era la suya, que debía reportar los errores, perder un poco de tiempo en solucionarlos (muy poco), seguir colaborando para eliminar problemas en futuras ediciones y dejarse de tonterías, «distro loving» y demás zarandajas.

En resumen, en pocas palabras, aceptar que se había convertido en un «fanboy» de Chakra, demasiado comprometido para abandonarla, demasiado acostumbrado a su forma de hacer las cosas, a su filosofía y a su comunidad. Un «fanboy» de los buenos, de los que aceptaban las limitaciones y sabían ver los errores para poder corregirlos, pero al fin y al cabo eso, un «fanboy», atrapado por la magia de una distribución. Se lo dijo mirándose a un espejo: «tú eres un ‘fanboy’ de Chakra y no la vas a abandonar». Sonrió al comprobar que no sonaba tan mal, después de todo.

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